martes, 7 de septiembre de 2010

Quién mató a Marylin

Él la mató

Aquel día, mientras la gente aplaudía y ella ponía sus tersas manos sobre aquel cemento inmortalizante, él la observaba agazapado en la penumbra como tantas otras veces.
            No obstante esa tarde la desesperación ahorcaba sus neuronas cual si fuese una horda innumerable de serpientes labradas con veneno mental. Y es que el oprobio ya no podía seguir; no. Él no podía continuar cargando aquella cruz que representaba la conjunción de su invisibilidad jurídicamente impuesta en relación al mundo con su insignificancia en la vida de aquella mujer que tanto lo obsesionaba y por la cual había dejado su cueva en Irlanda y buena parte de sus ahorros en el banco Arcoíris.
            “Caray, como me gustaría ser ese maldito cemento”, pensó con celos aquel día en que habría de quebrantar el artículo 243 de la constitución treboliana.
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―Por Dios, Tohm, ¿qué haces?
―Malabares con palabras, Mary. Literatura
―¿Literatura? Hasta un republicano alcoholizado sabría que eso no es literatura.
―Vamos, es que no entiendes mi intención estética. Pero qué se puede esperar: saliste de una costilla de Adán
―¡Jaj! Yo todo lo que veo ahí es la manifestación de tus obsesiones. Creí que ya lo habías superado, no sabríamos del complejo de Edipo si le hubieses tocado a Freud de paciente…Otra vez intentando plasmar la misma historia de siempre: me mataste, resucité encogida en tu duendiano mundo; te encarcelaron, te odié; saliste de la cárcel, conseguiste mi perdón y hasta me casé contigo
―Mmm, tienes razón. Que vaina: estoy loco
―No más que yo, la prueba es que estoy aquí…
―Cierto, jajaja. Pero hablando serio: ¿Crees que deba repetirlo? ¿Crees que deba dejarlo incubar 9 años como decía el enfermo de Horacio?
―Jjaajaj, eres un payaso. Mira, mejor hazme un café y ahí te digo
―Bueno

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