sábado, 29 de enero de 2011

El silencio de los muertos




Aníbal Carvajal nunca fue un ejemplo de sanidad mental: esquizoide, excesivamente replegado sobre sí mismo y, sobre todo, enormemente obsesivo.
Nació en Guayaquil un dos de Noviembre, justo el Día de los fieles difuntos: su estigma, su cruz, su perdición…Creció obsesionado con la muerte y las ideas que le son aledañas. Su niñez y juventud fueron realmente anormales e insanas.
Tenía extraños hábitos y realizaba ciertos rituales; uno en particular es el eje de la historia que te relataré: todos los 2 de noviembre intentaba, con recetas ocultistas que incluían velas y cosas así, invocar a los muertos. Y nunca le funcionaba, nada se le aparecía. Partiendo de eso, el meollo del asunto es que aquellos fracasos, conjugados con una pregunta que para él era una corona de espinas, terminaron solo por hacerlo odiar a los muertos. Se preguntaba por qué los espíritus no le mostraban su existencia al mundo. Nunca se le apareció uno pero aún así creía firmemente en ellos. Él esperaba algo como ver a un espectro gritando en el Policentro o apareciéndose en medio de una rueda de prensa. Creía que los muertos tenían el deber de aparecerse y decirnos que había allá. Nunca ocurrirá algo así, bien sabes tú por qué. Dicho esto, podrás entender por qué llevó a cabo una acción aparentemente tan absurda. Una acción que solo alguien con mucho dinero e inteligencia habría podido llevar a cabo. A él le sobraban ambas cosas y no dudo en hacerlo.
Fue un dos de noviembre del 2010. Él eligió el Día de difuntos justamente para humillar a los muertos y así incitarlos a que se manifiesten. Eran aproximadamente las diez de la noche cuando sucedió y él se encontraba en una de aquellas partes limítrofes en que el cementerio se empieza a desdibujar frente a los arbustos. Estaba seguro de que todo le funcionaría pues desde varios días atrás él venía, sin que los guardias ni nadie lo notase, trazando una red de hilos de gasolina que conectaban con dinamitas camufladas de las más ingeniosas maneras. Había hecho hasta un mapa y no podía fallar. Así pues, tomó su encendedor y prendió la punta del hilo de pólvora que acababa de trazar para conectar con la red de líneas de gasolina. Fue un estrépito brutal, el cementerio quedó sumamente reducido y algunas personas salieron seriamente heridas. Él logró escapar sin ser descubierto. Los diarios no dudaron en publicarlo, incluso salió en muchos diarios de otros países. Nunca se había sabido de algo así.
Un mes había pasado y la policía no daba con el culpable. No lo atrapaban y, sin embargo, Aníbal se sentía frustrado de su crimen. “¡Hablen, malditos, hablen!”, solía gritar algunas veces en la vorágine de su colérica desesperación. “¡Noooooo!”, vociferó una ocasión en que había quemado doscientas fotos de gente fallecida para ver si algo ocurría. Y sus vecinos lo habían oído, ya te imaginarás. Murmuraban que estaba loco: no se equivocaron.
Así, el dos de noviembre del 2011 se lo llevaron al manicomio Lorenzo Ponce tras verlo correr desnudo, cubierto de sangre y vociferando cosas ininteligibles. “Laqma gur alaznibor, Laqma po talivtán!”, vociferaba mientras corría con un papelito negro en la mano. “Ellos vendrán por mí el próximo día de difuntos. Ellos son tan cobardes que me escriben pero no son capaces de aparecerse o hablar”, había dicho Aníbal mientras mostraba un papel que tenía escrito, además de aquellas palabras ininteligibles que él vociferaba, la advertencia de que se lo llevarían él próximo día de difuntos. Obviamente todos―en especial los del Lorenzo Ponce―creían que él mismo lo había escrito en sus delirios. El dos de noviembre del 2012 se lo encontró muerto, sin ninguna herida, en su celda de loco del Lorenzo. Decían que debió dejar de respirar y se burlaban diciendo que se lo habían llevado los espíritus. Tú, mi querida amiga espiritista, sabes que teníamos que llevárnoslo. Yo que lo venía siguiendo le dije al ejecutor Paúl que se lo lleve sin dolor. Te he informado de lo que querías por escrito en lugar de hacerlo en una de tus cesiones de invocación. He cumplido tu capricho, por suerte ningún viviente me vio. Tú sabes bien por qué no podemos mostrarles al mundo nuestra existencia y por qué solo algunos nos pueden ver. Aníbal no lo comprendió y aún ahora que está con nosotros no lo comprende…

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