sábado, 29 de enero de 2011

Los desaparecidos

Pepe ―o “Pepito” como le decían en el barrio― era un detective que nunca había podido sobresalir en la esfera de su profesión. Subsistía, sí; pero nunca lograba la fama que quería. Él pues hubiese querido ser una especie de Sherlock  Holmes y, si no lo había conseguido, era según él porque no se le había presentado la oportunidad de solucionar algún caso de gran importancia. Algunos de los que lo conocían le decían que él no había sobresalido porque le faltaba agudeza y frialdad analítica y que si había aprobado sus estudios era por su excelente memoria. “Olvídalo, Pepito: tú nunca podrás con los casos difíciles. Puede que seas un poquito listo, pero si se te compara con lo focos que son los otros detectives, se ve que tú ni a luciérnaga llegas. Para ser buen detective se requiere cierta brillantez de razonamiento de la que tú lastimosamente careces”, le había dicho su amigo José Andrés en cierta ocasión. Pero qué le importaba, cosas así le habían dicho mucha gente y a él le importaba un comino: si algo tenía era autoconfianza y tesón.
            Ahora sin embargo era su oportunidad, ahora era que se estaban desapareciendo los niños del barrio. Juanito Larrea de ocho años, desaparecido hace seis meses, había sido el primero y Edgar Ponce de nueve años, desaparecido hace apenas una semana, había sido el último en desaparecer: ocho desaparecidos, de entre siete y nueve años, mediaban entre Juanito y Edgar haciendo un total de diez desaparecidos. El asunto era entonces realmente grave y Pepe tenía que levantar hipótesis y buscar evidencias.
            Así pues Pepito se dedicó como loco a investigar y a tratar de reunir evidencias durante una semana. Buscó en los archivos policiales, contrató informantes, dialogó con un sinnúmero de personas y recorrió múltiples zonas de la ciudad. Tuvo pues al fin la información suficiente para generar con base un buen número de hipótesis. Algunas de esas fueron las siguientes: A) Están secuestrando a los niños y pedirán dinero cuando crean tener suficientes niños secuestrados. B) Los niños están siendo asesinados; ya por una persona, ya por un grupo. C) Los niños están siendo vendidos a redes de prostitución infantil. D) Los niños están siendo reclutados y formados por una organización criminal. 
            No obstante, pasados ya dos meses habían desaparecido tres niños más y él no lograba reunir evidencias suficientes como para inclinarse por una u otra hipótesis. Las cosas, pese a eso, no seguirían de esa manera.
            Fue así que una noche tuvo una iluminación repentina mientras comía en el restaurante de Mr. Williams, un restaurante especializado en carne de chancho. “Un momento, aquí hay algo muy sospechoso. Aproximadamente desde el segundo mes de las desapariciones al restaurante de Williams le está yendo mucho mejor y eso se evidencia en que hay más gente y mejor decoración. La gente dice que la carne ha mejorado de sabor y que sobre todo está más suave y fresca: ese energúmeno de Williams debe estar cocinando a los niños. Cómo he sido tan tonto como para viniendo cada quince días no darme cuenta de que la carne ha cobrado un sabor diferente. Con razón que dejó en su menú solo las opciones que no utilizan demasiada carne. Hijo de puta, bien que trata de aprovecharlos al máximo. Ya me las pagará. Nadie se mete con los niños mientras yo esté vivo”, pensó con indignación mientras los ojos se le nublaban por una amalgama de rabia y tristeza. Y es que esa noche Pepe realmente se convenció de que Williams era el culpable de las desapariciones. Creía él pues que Williams, siendo tan inteligente como tenía que serlo para tener la fama de científico inventor y administrador de negocios ―hiso un dineral de la herencia que le dejó su padre―que se había ganado, debía sin duda alguna haber encontrado mil y un maneras de ocultar las evidencias. Además de eso Pepe tenía siempre presente que Williams, aparte de tener el factor facilitador del dinero, había hecho mucha caridad y hasta había creado un orfanato de modo tal que era una gran figura social de la cual jamás sospecharía La Policía. La única mancha en el perfil público de Williams era su extrema excentricidad: usaba siempre un sombrero de copa rosado y unas gafas de color verde chillón, organizaba fiestas infantiles todos los sábados en un club privado, invitaba a comer a los mendigos y en año nuevo―nadie sabía por qué―siempre quemaba un monigote en forma de lupa gigante, cada año una lupa de distinto color. A pesar de eso nadie lo miraba mal: de hecho lo amaban. Veían en él a una especie de filántropo caído del cielo y le dejaban pasar un poco por alto sus locuras gracias a la concordancia que guardaban con ciertos artículos que él había escrito (era columnista de un diario). Lo único que a la gente no le agradaba de él era lo burlón que solía ser, incluso una vez escribió un artículo cómico sobre el marxismo por el cual recibió ciertas críticas. Aún así eso también se le disculpaba: “El loco jode pero es buena gente”, solían decir. Sabiendo todo esto, Pepe tenía muy claro que conseguir una buena ayuda de La Policía no sería fácil.
            Por otra parte se dio cuenta de que jamás conseguiría evidencias suficientes como para probar o aunque sea dar fuerza a su hipótesis de que Williams era el culpable de las desapariciones. No obstante tuvo la constancia suficiente para estar tres semanas―dentro de las cuales ya había desaparecido otro niño más―atrás de La Policía hasta que accedieran a darle un grupo de seis gendarmes para ir a chequear directamente a aquel enorme edificio (todo propiedad de Williams) en que estaba el restaurante sospechoso. No lo habían querido hacer antes porque creían bochornoso ofender con la inspección a tan notorio e irreprochable ciudadano, pero, ante la constancia de Pepe, finalmente accedieron. 
            Así pues, llegado el día los policías irrumpieron en el edificio en que estaba el restaurante de Williams. Abrieron cajones, revisaron debajo de alfombras y detrás de muebles en busca de evidencias, recorrieron múltiples habitaciones y finalmente, tras exhaustivas observaciones, encontraron una puerta amarilla en la que estaba pintado un cubo gris con unas moscas alrededor, como si quisiera decirse que el cubo está podrido o algo así…
            El único problema fue que la puerta era electrónica y solo se habría con un código, problema por el cual tuvieron que solicitarle el código a Williams; el cual, por su parte, se había quedado indiferentemente sentado en el sillón de la sala de visitas cual si en nada le turbase la inspección de los gendarmes. 
            Lo llamaron, Williams subió, les abrió la puerta y entonces vieron un largo corredor azul al fondo del cual había una puerta de espejo con unas espirales pintadas. Fue entonces que, presintiendo la confirmación de su hipótesis, Pepe se adelantó para ser él quien abriera la puerta: la abrió. Vio entonces con asombro infinito un salón enorme cuyas paredes metálicas estaban cubiertas por circuitos. Y allí, en ese salón, vio una multitud de niños que concordaban en número y edad con el grupo de los desaparecidos.
            Estaban todos felices, enormemente felices y sanos, con unos cascos cableados en sus cabezas y todos, absolutamente todos, con vestimentas de adulto; cada uno con traje diferente. Pero eso no era nada. Lo más sorprendente, sin duda alguna, era que todos esos niños y niñas estaban sentados frente a unos platos, devorando figuritas humanas hechas de dulce.
            Fue entonces que Pepe, con una mezcla de espanto e incredulidad, reconoció entre esas figuritas de dulce a ciertos clientes asiduos del restaurant (él que iba seguido gustaba de observar a la gente que iba): estaba doña Marta, la dueña del gimnasio de su barrio; estaba René Pesantez, el más gordo (y adinerado) de los de su condominio; y, para llevarlo al éxtasis de la consternación, estaba él mismo. ¡Él, con su acostumbrado terno gris y con su vieja lupa en la mano derecha! ¡Él, con el brazo derecho dejado a medias por efecto de un mordisco inicial! 
            Miró entonces a su alrededor, vio las caras de estupefacción de los policías, vio a Williams riéndose a carcajadas mientras lo señalaba con el dedo índice y finalmente vio a los ojos al niño rubio que había empezado a devorar a su gemelo de dulce. El niño entonces le clavó la mirada de una forma socarrona, le sonrió con perversidad y le dijo: “¿Qué te ocurre?, ¿acaso no crees lo que ves? Si quieres, ven y míralo con tu lupa; ó es que no entiendes que es el final. Flin, flin flin flin stron stron. Aquí termina el cuento, LECTOR, aquí termina el cuento…”

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